Era el día de Pascua del año 1900 cuando una fuerte tormenta
en el Mar Egeo llevó a un barco de pescadores de esponjas del
Dodecaneso hasta la pequeña isla rocosa de Antikythera, donde
la tripulación no tuvo más remedio que esperar hasta que a
Poseidón se le pasara la rabieta...
Luego, con el mar de nuevo en calma, el lugar se le antojó al
capitán tan bueno como
cualquier otro para hacer su trabajo, de modo que ordenó a sus
hombres que se zambulleran de inmediato. Pero ese día la
pesca no sería la de costumbre. En absoluto.
En
una hondonada, a unos 60 metros de profundidad, los buzos
dieron con los restos
destrozados de una antigua galera griega que, más tarde se
supo, había naufragado
aproximadamente hacia el año 80 a. C. A bordo, si no toda, aún
había buena parte de la carga: estatuas de bronce y mármol,
jarrones y otros objetos por el estilo.
Así
que tan pronto como arribó a puerto el capitán reportó el
hallazgo a las autoridades griegas, quienes a poco organizaron
una expedición de rescate. Pero lo que siguió no fue una tarea
sencilla. De hecho, la gran excitación que el descubrimiento
había causado parecía ir de la mano con las dificultades; como
por ejemplo tener que bucear sin equipo pesado en una zona
que era a menudo azotada por violentas corrientes; por lo que
el trabajo debió ser
interrumpido en varias ocasiones, prolongándose hasta
septiembre de 1901, cuando fue
abandonado definitivamente. Aunque, por fortuna, para ese
entonces un extraño objeto que iba a generar polémica ya
figuraba en el inventario de las piezas rescatadas.
Parecido... pero diferente
En
realidad, a simple vista el objeto no parecía la gran cosa.
Tenía el aspecto de un bulto calcificado, semejante a uno u
otro de los tantos trozos de bronce corroídos por el agua
salada que habían sido dejados a un lado como posibles partes
de estatuas rotas que, ocho meses después, el arqueólogo
Valerios Stais, del Museo Nacional, se hallaba examinando y
limpiando concienzudamente. Hasta que, al quitarle a éste las
capas calcificadas que lo cubrían, Stais creyó reconocer los
fragmentos de un mecanismo de engranajes...

¡Imposible!
Estudiando el objeto con más atención, Stais descubrió una
placa con inscripciones en griego antiguo que parecían
referirse a los cuerpos celestes. Y concluyó que se hallaba
ante una especie de reloj mecánico que bien podía ser del
tipo astronómico.
En opinión del epigrafista Benjamin Dean Meritt, que analizó
luego las inscripciones, la forma de las letras usadas, y su
sentido astronómico, correspondían en efecto al primer siglo
antes de Cristo (lo cual coincidía por completo con la fecha
del naufragio, fechado finalmente en 65 +/- 15 años a. C.), de
modo que sostuvo que el texto sería sin duda parte de un “parapegma”,
o calendario astronómico, muy semejante al escrito por Geminos,
quien vivió en Rodas alrededor del año 77 a. C. Pero, claro,
la complejidad del mecanismo del que hablaba Valerios Stais
nada tenía que ver- de acuerdo a los postulados clásicos –
con una cultura como la de los antiguos griegos, que eran
puramente teóricos y no practicaban las ciencias
experimentales. Conque todos hicieron caso omiso de lo que
Stais decía.
”Imposible”,
fue la palabra que hizo que todo el mundo se olvidara del
asunto...
Luego de décadas de olvido...
Pero, mucho después, en 1955, un físico e historiador de la
ciencia de la Universidad de Yale, Derek J. de Solla Price,
supo del extraño objeto y viajó a Atenas para estudiarlo de
cerca. El resultado de las investigaciones, que incluyeron
exámenes con rayos X y tareas de limpieza por método
electrolítico, dieron lugar finalmente a sorprendentes
conclusiones. En efecto, como sospechaba el arqueólogo Valerios Stais, se trataba de un
instrumento mecánico, ¡pero por lejos el más
sofisticado que había llegado hasta nuestros días desde el
remoto pasado!
“Imposible”… pero real
“Nada como este instrumento es conservado
en otra parte. Nada comparable a él es
conocido por ningún antiguo texto
científico... Al contrario, por todo lo que sabemos sobre la
ciencia y tecnología de la época helénica deberíamos haber
opinado que tal aparato no podría existir”,
escribió al respecto de Solla Price en un artículo
publicado en Scientific American en junio de 1959.
El sorprendente mecanismo consistía de 40 ruedas de
engranaje, 9 escalas móviles, 3 ejes, 1 rueda central de 240
dientes, 1 diferencial y 1 eje mayor. Y según explicó el
científico de Yale, era en realidad “…un gran reloj
astronómico sin escape, o como una moderna
computadora analógica
que utiliza partes mecánicas para ahorrar tediosos cálculos”,
cuya función era traducir las
relaciones cíclicas de los cuerpos celestes, lo que hace a la
esencia misma de la astronomía antigua y convierte a este
complejo instrumento en el antecesor de nuestros modernos
planetarios.
Claro que - más allá de los precisos conocimientos matemáticos
– para construir una
máquina tal fueron necesarios sin duda modelos experimentales
y planos y materiales y
herramientas para fabricar los engranajes…
Pero la historia, de nada de eso tiene noticias.
EL AUTOR
estudió abogacía en la
Universidad de Buenos Aires (Argentina). Es periodista versado
en ciencia y fue coordinador documental de la revista
Cuarta Dimensión, jefe de redacción de otras publicaciones
especializadas y actualmente es el editor de
antiguosastronautas.com. Desde 1980 ha publicado gran
número de artículos referidos a la hipótesis de las
paleovisitas extraterrestres.
© César Reyes de Roa, 2005 – Todos los derechos reservados.
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