A principios de los años treinta, durante una inspección de
los fondos del antiguo palacio imperial de Topkapi, en
Estambul, se descubrió un viejo mapa pintado sobre piel de
gacela en una polvorienta estantería de madera. Pronto se
supo que el mapa en cuestión fue diseñado en 1513 por un
almirante de la flota otomana llamado Piri Reis. Este
hombre, un navegante de reconocido prestigio en su época,
que incluso llegó a publicar un libro – el Kitabi Bahriye-
en el que describe palmo a palmo el Mar Egeo, dibujó con
extraordinaria precisión las costas atlánticas de África, la
Antártida, España y Sudamérica sobre aquel pedazo de piel.
Y lo hizo tomando los datos necesarios de un buen número de
mapas antiguos cuyo origen nunca ha llegado a esclarecerse.
Pese a la extraordinaria precisión geográfica que demuestra
ese mapa, tuvieron que pasar casi tres décadas hasta que un
profesor de Historia de la Ciencia de New Hampshire (Estados
Unidos) se interesara por él. Charles Hapgood – el profesor
en cuestión – no tardó en poner en manos del Escuadrón de
Reconocimiento Técnico de la Fuerza Aérea de los Estados
Unidos (USAF), encargado de la cartografía militar
norteamericana, una copia del mapa del Almirante Reis con la
intención de comprobar la precisión de sus contornos. El 6
de Julio de 1960, el teniente coronel Harold Z. Ohlmeyer
redactó sus conclusiones. En ellas admitía que la costa
antártica que representaba el mapa tuvo, forzosamente, que
"ser cartografiada antes de que fuera cubierta por la
capa de hielo". Y añadía que, en nuestros días,
"la capa de hielo en esta región tiene más de un
kilómetro de grosor".
Las precisiones del teniente coronel Ohlmeyer despertaron
todas las alertas de los científicos. Tal y como Hapgood no
tardó en calcular, las regiones antárticas cartografiadas
por Reis estuvieron libres por última vez de hielos hace al
menos... ¡6.000 años! Esto es, varios siglos antes de
que -según la cada vez más malherida arqueología ortodoxa-
surgieran los primeros vestigios de la cultura egipcia en el
delta del Nilo. Y es que, si en el 4.000 a.C. no existía
"oficialmente" ninguna civilización desarrollada sobre el
planeta, ¿cómo pudo haber alguien que cartografiara esas
regiones hace tanto tiempo? Y lo que es más, ¿tan antiguos
eran los mapas en los que se basó Reis para confeccionar su
hoy famosa carta marina?
Por fortuna para nosotros, el Almirante Reis lo dejó bien
claro: él no "inventó" su mapa, sino que se limitó a
copiar varios otros mapas antiguos a los que había tenido
acceso en la Biblioteca Imperial de Constantinopla.
Según el profesor Hapgood, muchos de los mapas custodiados
en el siglo XVI en ese recinto habían llegado hasta allí
gracias a marineros fenicios. "Tenemos evidencia
-asegura Hapgood – de que éstos los consultaron y
estudiaron en la gran Biblioteca de Alejandría (Egipto) y
que esas compilaciones fueron hechas por geógrafos que
trabajaron allí". Tampoco hay que perder de vista
que, durante la Tercera Cruzada, los venecianos asaltaron
Alejandría y muchos de los marineros de ese puerto italiano
comenzaron a manejar mapas de precisión justo a partir del
año 1204. ¿Fue, pues, el saber acumulado en el antiguo
Egipto el que copió Piri Reis en su mapa?
Un "pequeño detalle",
denunciado hasta la saciedad por el científico espacial
francés Maurice Chatelain (que falleció, por cierto,
recientemente en California), tiende a asentar esta tesis.
Según Chatelain, la deformación que presentan las líneas de
costa en el mapa de Piri Reis obedece a que esta carta
"representaba una proyección plana de la superficie
esférica de la Tierra tal y como podría ser vista hoy por un
astronauta situado a una gran altura sobre Egipto".
Efectivamente. Una
foto de satélite tomada a 4.300 kilómetros sobre la vertical
de El Cairo mostraría, exactamente, esa deformación de las
costas... lo que ha permitido a científicos de la talla de
Chatelain suponer que el mapa de Piri Reis es, en verdad,
una copia de enésima generación de un mapa antiquísimo
realizado desde la vertical de la moderna ciudad de las
pirámides de Gizéh.
Sea como fuere, la precisión del mapa de Reis no se detiene
ahí. El Almirante turco ubicó en su longitud y latitud
correctas Sudamérica y África. Empresa, por cierto, nada
fácil si tenemos en cuenta que hasta el siglo XVIII nuestros
marineros no pudieron calcular con precisión las longitudes,
al carecer de cronómetros que ofrecieran márgenes de error
de pocos segundos. No obstante, y para ser ecuánimes,
debe reconocerse que Piri Reis cometió ciertos "errores",
como repetir dos veces el curso del río Amazonas o el de
ignorar la existencia del río Orinoco. Sobre el primero, el
profesor Hapgood atribuye el "fallo" a que el Almirante
copió de mapas distintos dos veces el mismo río; y lo
demuestra argumentando que si bien uno de esos Amazonas
recoge la isla de Marajo en su delta, el otro no lo hace
porque está basado en una carta de hace ¡15.000 años!,
cuando todavía Marajo estaba unida al continente... En
cuanto al Orinoco, Hapgood disculpa a Piri Reis argumentando
que, en lugar de este río, el Almirante dibujó dos profundos
entrantes en el continente que debieron transformarse en el
río hace también varios miles de años.
Las rotundas afirmaciones de Hapgood cortan el aliento aún
más de dos décadas después de ser formuladas. De hecho,
recientemente, idéntica tesis ha sido retomada por el
periodista e historiador Graham Hancock en su obra
Fingerprints of the Gods, en la que pretende demostrar
que hace más de doce mil años habitó la Tierra una cultura
muy desarrollada, científica y tecnológicamente. Su libro,
que ha merecido toda clase de críticas por haber pasado de
largo investigaciones previas de expertos como Sitchin o Von
Daniken, conduce hacia otros mapas antiguos que bebieron de
las mismas misteriosas fuentes documentales que Piri Reis y
que recogen las mismas cartografías "imposibles"
subglaciales de la Antártida, así como costas en su época
aún no descubiertas.
El ejemplo más destacado es el
mapa antártico de Oronce Finé, trazado en 1531. Su
descripción del continente helado se ajusta casi totalmente
a las cartografías de la Antártida desarrolladas a partir de
su descubrimiento oficial en 1818. Y es que -permítaseme
la licencia lingüística- Finé hiló muy fino, pues no sólo
dibujó detalles de sus costas no descubiertos hasta fechas
recientes, sino que ubicó correctamente el emplazamiento del
Polo Sur, trazando su rnapa gracias a cartas necesariamente
elaboradas, siempre según el profesor Hapgood, "cuando las
costas debían estar libres de hielos". Hapgood quedó
fascinado con este mapa. Llevó copias del mismo al doctor
Richard Strachan, del Instituto Tecnológico de Massachusetts
(MIT), para su análisis,
confirmando que Finé copió su
carta de otras anteriores y que las originales muestran el
perfil de los ríos antárticos con el aspecto que debían
presentar hace seis milenios, antes de que los depósitos de
sedimentos modificaran parte de su aspecto.

Pero Finé no fue el único en
copiar esos misteriosos "mapas madre". Un contemporáneo
suyo, apodado Mercator -y al que muchos identifican con el
célebre cartógrafo Gerard Kremer –, trazó un Atlas en 1569
en el que ubicaba con precisión lugares descubiertos muchos
siglos más tarde, como el Mar de Amudsen o el Mar de
Bellinghausen. Lo cierto es que Mercator tuvo lazos muy
estrechos con Egipto, llegando incluso a visitar la Gran
Pirámide en 1563. Y no sería descabellado suponer que, fruto
de esas conexiones, Mercator obtuvo los "mapas madre" (o
copias de los mismos, perdidas hoy) que le sirvieron de
documentación para su obra. Una obra, por cierto, que sirvió
de guía doscientos años más tarde a Philippe Buache, un
cartógrafo ochocentista que también dibujó la Antártida
desprovista -esta vez en su totalidad – de hielos.
Un mapa que, por cierto, no
ha podido "imitarse" hasta que los científicos obtuvieron
nuevos datos de este continente en 1958, con motivo del Año
Geofísico Internacional.
¿No son los datos contenidos en estos mapas un indicio más
que sólido de la existencia de un saber muy anterior al que
admite la historia? La respuesta a esta interrogante sólo
puede ser afirmativa.
EL AUTOR
es periodista y escritor. Fue uno de los fundadores de la
revista Año Cero y director de la publicación mensual
Más Allá de la Ciencia. Ha publicado hasta el momento
siete libros, el último titulado La Cena Secreta.
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Javier Sierra – Todos los derechos reservados
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